sábado, 28 de febrero de 2015

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CALLEJÓN HCF

lunes, 2 de febrero de 2015

John Gotti (III): Nace el Don de Teflón

Aquí os dejamos la tercera parte, ya publicada en Jot Down Magazine hace unas semanas, del artículo sobre la vida del mafioso John Gotti
Para ver la segunda parte pincha aquí.

"¿Qué clase de organización es esta donde el asesinato es un método para ascender?" (fiscal Diane Giacalone, alegato inicial del juicio RICO de 1986).
"La única familia que el señor Gotti conoce es la de su mujer, hijos y nietos" (abogado defensor Bruce Cutler, alegato inicial en el juicio RICO de 1986).
"John Gotti… supuesto… presunto… jefe del crimen organizado. Empiezo a pensar que es una persona maravillosa y que probablemente haya sido gravemente malentendido. Me gustaría ser su amigo algún día." (David Letterman, presentador televisivo, ironizando durante un programa de 1988 sobre las continuas absoluciones de Gotti en los tribunales).
Lo decíamos en la primera parte: ser ciudadano de Nueva York a mediados de los ochenta podía conllevar algunos serios inconvenientes. Por ejemplo, que lo seleccionasen a uno como parte de los doce miembros del jurado que se encargaría de dilucidar la culpabilidad o inocencia de John Gotti en los tribunales. Imaginen las noches sin dormir, aguardando una posible llamada intimidatoria de la Cosa Nostra… o algo peor. De poco serviría saber que las autoridades vigilaban muy de cerca al entorno de la familia Gambino para evitar contactos con el jurado porque el miedo, como suele decirse, es libre. Pero no todos los seleccionados para el jurado se lo tomaron como una maldición. George Pape, residente del barrio neoyorquino de Hell’s Kitchen («La cocina del Infierno», cuna del heroico campeón mundial de boxeo Jim Braddock), no solamente fue inmune al miedo, sino que sintió que le había tocado la lotería.
Pape era un peón de la construcción cuya vida no tenía nada de particular excepto una persistente adicción al alcohol. En cuanto recibió la nominación para el jurado, supo exactamente qué hacer. Años atrás, trabajando en la obra, había conocido a Bosko Radonjic, un emigrante yugoslavo que tras una etapa en la cárcel por haber ejercido como terrorista nacionalista serbio —atentando contra la embajada yugoslava en Nueva York y cosas parecidas— había conseguido auparse a la cúspide de la banda criminal irlandesa con más solera de la Cocina del Infierno, llamada The Westies. George Pape sabía de las relaciones entre Radonjic y los mafiosos italoamericanos: los entonces todopoderosos Gambino ayudaban a los Westies a mantener a raya su competencia local y estos, a cambio, cuidaban los intereses de los Gambino en el barrio e incluso ejercían puntualmente como brazo armado de alquiler. Pape visitó a su antiguo conocido con una oferta en firme: si le pagaban sesenta mil dólares, estaría dispuesto a vender su voto en el jurado y hacer lo posible para que no hubiese un voto mayoritario en favor de la culpabilidad de Gotti.
El jefe de los Westies fue con la oferta a Sammy Gravano, uno de los capitanes de mayor confianza de Gotti. Pese a la estrecha vigilancia del tribunal para detectar cualquier contacto entre el jurado y el entorno de los Gambino, nadie había contado con la intermediación de una banda como los Westies, que no se encontraban bajo el microscopio. Radonjic se encargó de llevar a buen término el acuerdo sin que el tribunal tuviese la más mínima sospecha.
Así, antes de reanudarse el accidentado juicio donde se lo acusaba de asociación criminal bajo la ley RICO contra el crimen organizado, John Gotti ya sabía que difícilmente podríoa terminar en la cárcel. Dicho y hecho: en el futuro, cuando el jurado se reuniese a puerta cerrada para deliberar, George Pape insistiría en la inocencia de Gotti y haría todo lo posible por boicotear un posible veredicto de culpabilidad, ya fuese mediante su falta de colaboración o mediante la total reticencia ante cualquier debate. El resto de miembros del jurado estaban atónitos por su conducta, viéndolo desdeñar los debates y bebiendo a escondidas. No tardaron en deducir —errónea aunque comprensiblemente— que los mafiosos lo tenían amenazado. Asustados, no comunicaron sus sospechas al tribunal, temiendo convertirse también en objetivos de la Cosa Nostra (aprensión que Pape, además, se encargó de alimentar en cuanto notó cómo de tenso estaba el ambiente). Los once miembros restantes de aquel jurado pensaron que bastante marrón les había caído teniendo que decidir la culpabilidad del criminal más peligroso de América como para encima terminar perseguidos por los Gambino si se les ocurría airear las sospechas sobre George Pape. El jurado, pues, estuvo envenenado prácticamente de salida.
El tribunal, la fiscalía, la prensa o el público ignoraban este hecho, así que las autoridades se mostraban optimistas de cara a la reanudación de la vista oral. Los fiscales se encargaron de divulgar entre los periodistas la idea de que Gotti iría a la cárcel con toda seguridad. Representantes de la policía hicieron correr el rumor periodístico —sin fundamento— de que en los bajos fondos se daba por hecha la condena de Gotti, hasta el punto de que en la familia Gambino se estaba preparando ya una sucesión forzada, lo cual era falso. Unos meses después tendrían que comerse sus afirmaciones con patatas, duro revés para la campaña generalizada que se estaba desarrollando contra la Mafia estadounidense. Una campaña que, por lo demás, estaba obteniendo buenísimos resultados fruto del trabajo heroico de muchos agentes de la ley… pero que iba a darse de frente con el aparentemente invulnerable John Gotti.
Aun con el jurado estaba comprado, lo que quedaba de juicio iba a resultar casi tan tormentoso y surrealista como antes del aplazamiento. Por el estrado iban a desfilar testigos de la acusación que en muchos casos eran criminales de personalidad estrafalaria, dignos de aparecer en la más surrealista secuencia de Los Soprano o Uno de los nuestros. ¿El resultado? La fiscalía iba a sufrir una cantidad tal de reveses y humillaciones que la vista se convirtió, una vez más, en el espectáculo más esperpéntico de América.
Más tragicomedia y circo en los tribunales
La reanudación de la vista no comenzó bien para la acusación. El mafioso arrepentido Salvatore Polisi compareció para testificar en contra de Gotti, pero el principal abogado defensor de Gotti, el agresivo y taimado Bruce Cutler, no tardó en ponerle un palo en las ruedas. Cutler supo que solamente dos días antes Polisi había estado dictando parte de sus memorias a un escritor y reclamó astutamente que la defensa tenía derecho a toda la información conocida por el testigo, incliyendo las grabaciones con aquellas conversaciones literarias destinadas al futuro libro. Cutler alegó que en aquellas cintas podía haber informaciones que pudieran favorecer al acusado y el testimonio de Polisi tuvo que aplazarse mientras la defensa examinaba las grabaciones. Cuando Polisi finalmente regresó al estrado, los abogados de Gotti ya habían preparado un contraataque, desacreditando al testigo al airear públicamente sus ideas racistas ante un jurado en el que había algunos afroamericanos.
Otro testigo clave, Edward Maloney, había sido llamado por la fiscalía para intentar cargar sobre Gotti un antiguo asesinato cometido en los años setenta, cuando Gotti aún era un capitán que intentaba escalar puestos en la organización. Pero Cutler logró demostrar que el testimonio se cimentaba básicamente en historias que circulaban por la Mafia y que Maloney no había tenido conversaciones directas con Gotti sobre el crimen. El abogado, siguiendo con su táctica de «la mejor defensa es un buen ataque», usó esto para concluir que un «canalla» como Maloney solamente buscaba ingresar en el plan de protección de testigos para librarse de la cárcel y que por eso había exagerado acerca de lo que realmente sabía sobre Gotti. Como puntilla, el maquiavélico abogado dejó caer algunos datos ante el jurado, como que proporcionarle a un testigo una nueva vida de incógnito le costaría al Estado decenas de miles de dólares. Su estrategia funcionó. La declaración de Maloney resultó inservible. Era el segundo testimonio acusatorio machacado por Cutler, a quien en la prensa empezaban a apodar como «la máquina trituradora de testigos».
Otro criminal arrepentido, James Cardinali, había conocido a Gotti en la cárcel durante los años setenta y también había afirmado conocer la implicación de Gotti en aquel antiguo asesinato. Sin embargo, su testimonio terminó siendo una auténtica debacle para la fiscalía. Cardinali, para sonrojo de los fiscales, empezó a hablar en términos elogiosos de Gotti (¡y eso que era testigo de la acusación!). Al ser interrogado por la defensa aseguró que la fiscalía le había prometido diez mil dólares por estar dispuesto a «mentir, hacer trampas o robar» con tal de condenar a Gotti. Llegó a decir que en su afán de colaborar con la ley había querido entregar a la fiscalía a algunos grandes narcotraficantes sobre los que tenía información clave, pero que ni los fiscales ni la policía se habían mostrado interesados. Aquella era una revelación escandalosa y los periódicos no tardaron en anunciar que la acusación había dejado libres a varios importantes narcos porque estaban obsesionados con cazar a John Gotti. Pero la sonora bofetada a los fiscales no terminaba ahí. Los abogados defensores preguntaron a Cardinali sobre los rumores que circulaban acerca de la relación entre el juez del caso, Eugene Nickerson y la fiscal del mismo caso Diane Giacalone. Cardinali, con total desparpajo, se hizo eco de las habladurías que corrían por los pasillos del palacio de justicia. Según esas habladurías, Giacalone era una protegida profesional de Nickerson, que la quería casi «como a una hija» y que estaría presumiblemente dispuesto a concederle «cualquier cosa» en detrimento del equipo defensor. La defensa, una vez más, obtuvo lo que quería. Esto es, titulares que sembraran la duda ante la prensa, el público y especialmente el jurado, sobre las intenciones y métodos de los acusadores.
El siguiente testigo de la acusación, el recluso Matthew Traynor, terminó de convertir el juicio en un circo. Aseguró que los acusadores de Gotti, a cambio de garantizar su testimonio, le habían llevado abundantes drogas a la prisión hasta el punto de que «estaba tan colocado que vomité sobre la mesa de la fiscal». Pero la humillación para la fiscal Diane Giacalone no terminaba ahí. Traynor también dijo que durante la primera entrevista carcelaria con Giacalone, ella había aceptado darle sus medias usadas para que Traynor las guardara en su celda y las usara como fetiche masturbatorio. Por enésima vez la defensa embarraba la reputación de la acusación ¡volviéndoles en contra a sus propios testigos! El largo juicio, que ya había transitado por amenazas de bomba, desalojos y asesinatos, estaba ahora alcanzando sus más abismales momentos de desvergüenza. Los periodistas, claro, se frotaban las manos ante semejante cantidad de material y no había día en que los noticiarios y diarios proporcionasen entretenimiento sensacionalista al público.
Las tácticas del equipo defensor no solamente se limitaban a astucias como las citadas, que eran legales pero rayanas en la inmoralidad. También transformaron el ambiente del tribunal en algo más propio de una taberna. Con frecuencia hacían comentarios en voz baja —aunque no tan baja para que no se los escuchase— burlándose de los acusadores y muy particularmente de la fiscal Giacalone. Incluso el propio Gotti, generalmente hierático, llegó a intervenir en voz alta acusando a la policía de haber intimidado a un testigo. Los continuos cuchicheos y burlas provocaron numerosas reprimendas del juez para el equipo defensor, pero esto poco importaba a Gotti y sus abogados. Lo usaban en su favor ante la prensa, transmitiendo la imagen de que el juicio era poco menos que una parodia… parodia que estaban fabricando ellos mismos.
Golpe a la Cosa Nostra… y Gotti escapa de nuevo
Foto: Corbis.
Mientras la acusación de Gotti sufría todos estos escandalosos reveses, le llegó un balón de oxígeno desde otro juicio que se estaba celebrando paralelamente. Los jefes mafiosos neoyorquinos que formaban parte de la comisión de la Cosa Nostra fueron condenados a prisión bajo la misma ley RICO bajo la que se acusaba a Gotti. El propio Gotti se había librado de aquel segundo juicio porque cuando se había iniciado la instrucción del caso todavía no era líder de los Gambino (sí habían sido acusados sus antiguos jefes Paul Castellano y Anniello Dellacroce, pero como sabemos ambos murieron antes de que se celebrase la vista). Curiosamente, también el jefe de los Bonnano,Philip Rastelli, se salvó de sentarse en el banquillo porque la Comisión mafiosa lo había expulsado antes de la instrucción. ¿Por qué lo habían echado? Pues por permitir que el agente de policía Joe Pistone, más conocido como Donnie Brasco, se hubiese infiltrado en su familia. Así que el heroico Pistone, que tanto daño había hecho a la mafia, ¡terminó haciéndole sin querer un favor a Rastelli!
No obstante la ausencia de Gotti o Rastelli, el éxito de la acusación en aquel segundo juicio fue considerable. Muchos importantes aliadosa de Gotti fueron condenados. El jefe de la familia Lucchese Antonio Corallo, su segundo Salvatore Santoro y su consigliere Christopher Furnari acabaron entre rejas. También fueron a prisión el jefe de los Colombo Carmine Persico y su segundo Gennaro Langella. Por parte de los Genovese fue a la cárcel «Fat Tony» Salerno, que sobre el papel era «jefe» de la familia, aunque en realidad se trataba de una mera pantalla porque Vicent Gigante —que llevaba décadas engañando a las autoridades haciéndose pasar por demente— actuaba realmente como jefe de facto. Aquellos veredictos supusieron un golpe durísimo para la Cosa Nostra y básicamente descabezaron a media Mafia neoyorquina. De los principales condenados, Sarlerno y Langella morirían sin salir de prisión. Carmine Persico, a sus ochenta y un años, continúa en la cárcel mientras escribo estas líneas. Solamente el antiguo consigliere Christopher Furnari, que hoy tiene noventa años, ha obtenido permiso para salir en libertad unos meses antes de que se publique este artículo.
Tras semejante victoria judicial —y pese a los sucesivos ridículos de la acusación en el juicio contra John Gotti— la mayoría de los expertos legales apostaban por la condena del «apuesto Don». Mucha de la evidencia en su contra había sido invalidada por sus abogados defensores, ciertamente, pero todavía quedaban motivos por los que el jurado podía convencerse de su culpabilidad. Incluso algunos miembros del entorno de los Gambino se mostraban preocupados, pero Gotti parecía imperturbable.
Cuando el jurado dio el veredicto de absolución de John Gotti, muchos quedaron sorprendidos. Evidentemente nadie sabía por entonces que un miembro del jurado estaba comprado, así que la prensa y el público culparon a la acusación por su torpe selección de testigos y por sus cuestionables estrategias. No sin razón. Como señalaba elNew York Times del día siguiente, muchos expertos continuaban señalando a Gotti como indiscutible jefe mafioso pese a la sentencia absolutoria, pero denunciaban la errónea táctica de los fiscales, consistente en sacar adelante su caso «confiando en chaqueteros criminales profesionales como principales testimonios contra el señor Gotti». La impresión generalizada era la de que los arrepentidos de la acusación no habían servido para nada porque «perro no come perro». En el momento de subir al estrado y testificar contra erl jefe de los Gambino, aquellos criminales se mostraban menos decididos en sus declaraciones que cuando habían firmado sus acuerdos previos con la acusación. Había quedado claro que los criminales ¡temían más a Gotti que a las autoridades! Sumando a ello la cantidad de anécdotas escabrosas que se habían producido durante la vista, la fiscalía tenía muy buenos motivos para sentirse más que humillada.
A raíz de aquella segunda absolución consecutiva, la aureola de invulnerabilidad de John Gotti continuó creciendo. Él empezó a creérsela, descuidando su conducta y cometiendo errores impropios de quien ya se sabía el criminal más vigilado y perseguido del país (en adelante profundizaremos con mayor detalle sobre esos errores). Pero la verdad es que durante un tiempo pareció verdaderamente intocable. Y eso que casi nadie dudaba sobre su culpabilidad. Un ejemplo: en 1988 el presentador de moda en el país, David Letterman, incluyó en su programa un célebre sketch titulado «consejos de John Gotti para desgravar impuestos». Entre las supuestas medidas fiscales que Letterman jocosamente atribuía al mafioso, había cosas como «puedes deducir el precio de un piano aunque solo lo hayas comprado para usar las cuerdas», «debes asesinar a alguien en tu casa para poder calificarla como local comercial», «cuatro simples palabras para el auditor: “¿Qué tal tu familia?”» o «El listillo presentador de untalk show puede terminar con gastos médicos superiores a los previstos». Esto da buena idea de que, pese a la absolución y pese a la existencia de un pequeño núcleo de fans de Gotti que insistían en su inocencia, la mayor parte del país tenía muy claro con qué clase de individuo se la estaban jugando. El propio Letterman se permitía describirlo como un asesino en una de las mayhores cadenas de televisión del país.
Y aun así parecía prácticamente imposible meterlo en la cárcel. La policía estatal neoyorquina fue la que intentó el siguiente asalto contra Gotti, aprovechando sus cada vez más frecuentes descuidos. Pero una vez más el jefe mafioso más famoso del mundo estuvo a un paso de ser condenado… y terminaría dando otra sonora bofetada al sistema.
John Gotti contra el sindicato de carpinteros
Battery Park City es un barrio del sur de Manhattan que fue planeado en 1968 sobre lo que antes eran las aguas del río Hudson. Es una extensión artificial de la isla, terreno robado al río y cimentado con los escombros sobrantes de la edificación del World Trade Center y de la mayor obra de construcción en la historia de Nueva York, el faraónico Water Tunnel, que todavía continúa construyéndose y cuya inauguración está prevista para el año 2020. Planificado de antemano por los urbanistas y no producto del crecimiento natural de la ciudad, Battery Park City es un rincón inusualmente racional, arquitectónicamente hablando, de la capital neoyorquina. Claro que no todo allí era igualmente racional. A fin de cuentas, artificial o no, el territorio seguía siendo parte de Nueva York y pese a su imagen sofisticada, participaba de sus mismas miserias.
En 1986, los dueños del restaurante de lujo Bankers & Brokers decidieron efectuar una costosa reforma sin contratar a carpinteros sindicados, contraviniendo una vieja costumbre de la zona. Cuando esto se supo en la oficina local de la Hermandad de Carpinteros y Ebanistas, el representante sindical local John O’Connor se puso muy nervioso. De cincuenta años, metido en diversos chanchullos delictivos —que saldrían a la luz con el tiempo— y demostrando una manera más bien callejera de resolver los conflictos laborales, O’Connor se sintió enfurecido por el que no se le hubiera dado baza en unas lucrativas reformas que entraban en el radio de acción de su sindicato. ¿Su solución? Irrumpió en el restaurante durante la noche y se dedicó a tirar abajo cuanto se le puso por delante, causando destrozos valorados en más de treinta mil dólares. Aquello sería el inicio de una pequeña guerra a medio camino entre lo sindical y lo criminal y que en unos meses alcanzaría repercusión mediática internacional.
O’Connor fue denunciado por los destrozos y la policía envió el caso a los tribunales, pero hubo otra consecuencia imprevista. El furibundo sindicalista desconocía que el dueño del restaurante, John Modica, era un «soldado» de la familia Gambino. Dicho de otro modo: acababa de meterse en muy serios problemas al destrozar un restaurante cuya protección dependía directamente de la organización de John Gotti.
Cuando Gotti supo que el restaurante de uno de sus esbirros había sido destrozado, no se lo pensó dos veces y ordenó una inmediata represalia. Según contaría Sammy Gravano años después, Gotti no pretendía que se asesinara a O’Connor, sino más bien que se le diera una paliza. Pero dado que la justicia estaba muy pendiente de los Gambino, el encargo fue delegado una vez más en los Westies, y estos, al parecer, interpretaron las órdenes a su manera. Una mañana, muy temprano, O’Connor fue tiroteado cuando intentaba entrar en el ascensor de su oficina. Recibió disparos en las piernas, la cadera y las nalgas, pero sobrevivió. Legalmente, el uso de una pistola convertía lo que hubiera sido un asalto en intento de asesinato. John Gotti, que había dado la orden de manera descuidada, desconociendo que la policía estatal lo había estado grabando con un micrófono oculto, fue acusado como instigador del intento de asesinato.
Cuando fue detenido, a principios de 1989, su aureola de intocable continuaba intacta. Se comportó de manera amistosa y simpática con los policías que fueron a detenerlo, sin dejar de sonreír o bromear sobre una nueva absolución. Fue igualmente simpático con el personal de los juzgados y, cómo no, con la prensa. Su contradictoria pero efectiva mezcla de campechanería y altivez continuaba teniendo un efecto mágico sobre empleados públicos y agentes de la ley. En el edificio de los juzgados se lo trataba como a una autoridad, permitiéndole entrar por puertas traseras y reservándole algunos espacios para que se reuniese con sus abogados en privado o almorzase tranquilamente más allá del alcance de los innumerables periodistas que esperaban incansablemente en la calle. El día en que por primera vez entró en la sala del tribunal para sentarse en el banquillo, Gotti fue ovacionado por muchos de los presentes. Los periódicos y la televisión continuaban fascinados con su figura. Y como decíamos, una parte de estadounidenses —una parte quizá pequeña pero desde luego ruidosa— defendía su inocencia, aunque probablemente más impulsados por motivos folclóricos, dado que Gotti era uno de los hombres más famosos del país, que por verdadera convicción de que no fuese un jefe mafioso, algo que cualquiera medianamente bien informado sospechaba.
En el juicio se puso de manifiesto que las pruebas contra él no resultaban todo lo sólidas que habían parecido en un principio. La grabación donde se lo oía ordenar el ataque a O’Connor era de poca calidad y los miembros del jurado tuvieron que escucharla mediante auriculares, la única manera de intentar entender algo. John Gotti no quiso escucharla, a lo que tenía derecho como acusado, y se limitó a mirar fijamente a los miembros del jurado mientras ellos le escuchaban ordenar el ataque, intentando hipnotizarlos con su aura de peligro. La interpretación de lo que se había grabado resultó muy problemática, dado lo difícil que era entender lo que se decía. Los abogados defensores —entre quienes una vez más estaba el implacable Bruce Cutler— señalaron que el término usado por Gotti era ambiguo. Teóricamente había dicho «we’re gonna bust him up» (algo así como «nos lo vamos a cargar», aunque cabían matices), algo que podía interpretarse como una orden de asesinato. Pero también parecía que hubiese dicho «we’re gonna bust ‘em up», en plural, que se interpretaba más como una instigación a enfrentarse a los sindicalistas de manera inconcreta y no como la orden de atacar personalmente a uno de ellos. Aquella era la clase de discusión sobre detalles judiciales que alimentaba los noticiarios.
Para colmo, la descoordinación entre distintas fuerzas de la ley terminó de arruinar las cosas. En vez de instalar una sola tanda de micrófonos para utilizar en común el material de las grabaciones, cada fuerza policial o judicial había colocado sus propios micrófonos, bien por pura descoordinación, bien porque todos querían ser los primeros en ponerse la medalla de capturar a Gotti. En algunos locales de los Gambino había hasta ¡cinco juegos de micrófonos distintos! Eso no solamente había hecho cinco veces más arriesgado el mero hecho de colocarlos, sino que desembocó en que cada fuerza policial realizara sus propias transcripciones de las conversaciones para usarlas en sus propios casos judiciales contra la Mafia. ¿El problema? Que las transcripciones de un material tan poco audible no siempre coincidían entre sí y había discrepancias. Otras cintas con las mismas conversaciones circulaban por los tribunales, así que sus abogados se hicieron con distintas transcripciones y las ventilaron ante el jurado demostrando que ni las propias autoridades se ponían de acuerdo sobre lo que se decía en aquellas cintas. Los abogados también dejaban caer la posibilidad de que, dada tanta discrepancia entre distintas transcripciones, la acusación hubiese «retocado» las cintas a su conveniencia. Así pues, la duda estaba sembrada sobre la principal prueba material de la acusación. Y, para variar, algo similar iba a suceder con los testigos.
Otro caso que se desmonta
"¡Al parecer es imposible que doce neoyorquinos se pongan de acuerdo en algo!" (El juez, dirigiéndose a los doce miembros del jurado).
Uno de los testigos clave era James McElroy, miembro de los Westies, que había estado presente en el tiroteo de O’Connor. Según McElroy, Gotti sí había ordenado personalmente «cargarse» a alguien y había felicitado a los pistoleros por «un trabajo bien hecho» (algo contradictorio, por que si Gotti había querido matar a O’Connor, ¡no les hubiese felicitado por fallar y no matarlo!). Pero el abogado Cutler volvió a poner en marcha la máquina de triturar testigos y McElroy terminó admitiendo que, aunque había conocido personalmente a Gotti en un entierro, nunca había hablado con él del asalto a O’Connor. Cutler también señaló que McElroy, como otros antes que él,quería entrar en el programa de protección de testigos sin ofrecer una información fehaciente sobre Gotti. El principal testigo de la acusación quedaba abiertamente descalificado.
Los fiscales, no obstante, se guardaban un as en la manga, el típico testigo sorpresa que vemos en las películas. No estaba previsto que testificase la propia víctima del tiroteo, John O’Connor, porque bastante tenía con estar sentado en el banquillo de otro tribunal donde se lo juzgaba por las actividades ilegales de su sindicato, que ya habían salido a la luz. Además, no se tenía constancia de que O’Connor supiese gran cosa sobre Gotti, de lo contrario no se hubiese atrevido a atacar uno de sus negocios. Su aparición en la sala, pues, causó cierta conmoción e hizo preguntarse a muchos qué tipo de información podría aportar. Sin embargo, O’Connor se comportó como si todo aquello no fuese con él. «Tengo muchos enemigos», dijo refiriéndose a los conflictos sindicales por los que estaba siendo juzgado y dando a entender que no se le ocurría quién podía haber querido dispararle, pese al hecho sabido de que había destrozado un restaurante propiedad de la Mafia. La ayuda que O’Connor prestó a la acusación fue, pues, prácticamente nula pese a la esperanza que los fiscales habían depositado en su testimonio. Muchos sospecharon que los Gambino lo tenían amenazado, aunque no constaba que se hubiese producido ningún contacto directo del sindicalista con los mafiosos desde el inicio del juicio (después se sabría que efectivamente lo habían amenazado y que, como de costumbre, los Gambino habían delegado en los Westies para hacerle llegar el mensaje de que no debía testificar contra Gotti).
Esto no era todo. Después de que la acusación se diese contra un muro una y otra vez, el jurado se retiró para deliberar. El juez del caso, Edward J. McLaughlin, recibió una nota anónima procedente de un miembro del jurado donde denunciaba sus sospechas de que uno de sus compañeros estaba sospechosamente inclinado hacia la inocencia de Gotti, aunque no se mencionaban nombres. El juez, naturalmente, se reunió con los doce integrantes del jurado para hacer averiguaciones sobre la nota, pero nadie dio un paso al frente. No pudo averiguar quién había escrito el mensaje ni de quién se sospechaba una extraña inclinación hacia Gotti (recordemos que por entonces no se sabía que Gotti ya había comprado a un jurado en el juicio anterior). El juez no sacó nada en claro excepto que el jurado no tenía una opinión mayoritaria y no hubo manera de encontrar indicios que sirvieran para invalidar el futuro veredicto. En tono jocoso, aunque presumiblemente contrariado, bromeó resignadamente con la idiosincrasia neoyorquina, que en los Estados Unidos estaba asociada con el estereotipo de un carácter anárquico y desordenado: «¡al parecer es imposible que doce neoyorquinos se pongan de acuerdo en algo!».
Para asombro de muchos, John Gotti salió absuelto por tercera vez consecutiva. Acababa de nacer el Don de Teflón, el hombre a quien le resbalaban todas las acusaciones. La prensa narraba incrédula su tercera victoria judicial y su fama de intocable se hacía más y más grande mientras las autoridades, doblegadas nuevamente, se sumían en la desesperanza. Sin embargo, Gotti llevaba tiempo creyendo que aquella aureola respondía a la realidad y que realmente era más listo que los agentes de la ley. Henchido de ego, había empezado a descuidarse, tomando decisiones discutibles que lo hacían todavía más vulnerable a las investigaciones. Era verdad que diversas agencias habían intentado tumbarle y habían fracasado, una tras otra. Era cierto que todas ellas habían terminado siendo humilladas en los tribunales. Pero las autoridades siguieron trabajando. El FBI, particularmente, continuaba con su intensa vigilancia pese al sentimiento de depresión que imperaba entre los investigadores. Era la única gran agencia que todavía no había iniciado motu proprio un juicio contra Gotti y todo el mundo sabía que tarde o temprano el FBI tendría que jugar sus bazas, aun con la convicción de que el mafioso parecía efectivamente hecho de teflón. Nadie confiaba en una condena. Y sin embargo, justo cuando parecía más intocable, resultó que Gotti empezaba a tener sus horas contadas. Pese a todo su carisma y su saber estar ante las cámaras, el John Gotti torpe y arrogante de sus primeros años en la Mafia estaba a punto de retornar para ponérselo fácil a la justicia.

Artículo original en Jot Down MagazineJohn Gotti (III): Nace el Don de Teflón


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